Diseño equilibrado.
Ni mártir del usuario, ni siervo del ROI.
Ilustradora: Lara Torres
El cliente siempre tiene la razón… ¿pero quién paga la factura?
"User-centric", "customer obsession", "empatía radical"... últimamente, parece que si no mencionas al usuario cada tres frases, te expulsan del club de la innovación. Y sí, es verdad: diseñar pensando en las personas es un salto cuántico respecto a la era del “esto se hace así porque lo dice el jefe”. Pero pongamos los pies en la tierra: no hay experiencia de usuario sin experiencia de negocio.
Porque, seamos honestos: ¿de qué sirve diseñar el onboarding más chulo del mundo si cada nuevo usuario te cuesta más de lo que deja?
El peligro de enamorarse demasiado del usuario.
Nos pasa lo de siempre: nos venimos arriba. Empezamos a diseñar pensando en facilitarle la vida a nuestro cliente ideal… y acabamos creando una aplicación que te da los buenos días, te recomienda playlists según tu estado de ánimo y te ofrece soporte humano 24/7… todo por 3,99 al mes.
Spoiler: no salen las cuentas.
La trampa del “atrapar al usuario a toda costa” es olvidarse de que esto también va de sostenibilidad (económica, no solo ecológica). El usuario puede estar feliz, sí, pero si el modelo de negocio no aguanta el empuje, esa felicidad tiene fecha de caducidad.
También existe el otro extremo: diseñar solo con la calculadora en mano.
En el otro rincón del cuadrilátero tenemos al enfoque puramente "business-centric". El que mira al usuario como un dato en un dashboard, una tasa de conversión, un embudo más. Aquí no hay espacio para escuchar: sólo para optimizar.
Es ese enfoque donde se lanza un producto porque “hay hueco en el mercado” y no porque “alguien lo necesita”. Donde la innovación se mide en puntos porcentuales de margen, y si la gente lo odia pero compra, entonces “funciona”. Hasta que deja de funcionar, claro.
¿Y si el equilibrio fuera el verdadero acto de diseño?
La solución no está en elegir bando, sino en reconciliar perspectivas. Diseñar para personas, sí, pero sin olvidar que esto también es un negocio. Y diseñar para el negocio, sí, pero sin convertirlo en una máquina de exprimir clientes.
¿Cómo se consigue eso? Aquí algunas ideas para no perder el norte:
Doblar el enfoque de investigación, los stakeholders también son de Dios: no solo preguntemos qué quiere el usuario, sino también qué necesita el negocio. A veces los insights más valiosos salen de escuchar a alguien interno que lo sabe todo sobre el mercado.
Prototipar y testear con el ábaco: está genial hacer tests con usuarios, pero probemos también con el Excel. Simulemos modelos, márgenes, escenarios. Porque una idea bonita, pero ruinosa es como un castillo de arena en plena marea alta.
Usar métricas con criterio: medir es importante, pero no todo lo medible importa. Las NPS sin contexto, las tasas de apertura sin retención, o el tiempo en pantalla sin conversión… son espejismos si no se cruzan con datos de negocio.
Alinear promesa y entrega: si desde marketing se vende magia y desde producto se entregan tutoriales de 12 pasos, hay un problema. El diseño también es compromiso con la expectativa que generamos.
En conclusión.
Creer que podemos elegir entre cuidar a las personas o cuidar al negocio es un falso dilema. Lo difícil —y ahí está la magia— es hacer ambas cosas a la vez. Diseñar para que la gente quiera usarlo y para que la empresa quiera seguir haciéndolo.
Porque sí, el cliente puede tener siempre la razón…
pero si no hay ingresos, lo mismo mañana no hay empresa que lo atienda.
stigia. going beyond